Nacionales
Intervención de monseñor Gustavo Carrara en el debate en Cámara de Diputados por la presentación de la ley de legalización del aborto en la Argentina
«No organicemos un país en base al egoísmo disfrazado de libertad. Aunque no parezca la salida más pragmática, los argentinos podemos resolver los problemas sin arrancarle la vida a un inocente antes de que pueda defenderse. Podríamos hacer la diferencia. Como pueblo somos capaces de apuntar más alto y de sostener un profundo respeto por la dignidad de los más débiles.»
La pandemia tan dramática que nos golpea ha desnudado también otras patologías sociales. Una cultura del descarte, individualista y agresiva, va avanzando. Este pequeño virus del Covid 19 ha puesto de rodillas a todo el mundo y, a su vez, nos ha mostrado descarnadamente el gran virus de la injusticia social que vivimos, la desigualdad de oportunidades. A modo de ejemplo podemos visualizar que muchas de las más de 4.400 villas o barrios populares de nuestro país no tienen acceso al agua potable. Como sabemos el agua es vida, es salud. En los barrios populares, las esenciales han sido sobre todo las mujeres, que se han puesto la patria al hombro, y que multiplicando las ollas en los comedores comunitarios, han pensado no solamente en sus hijos, sino también en los del pasillo, en los de la manzana.
A esto se suma la delicada negociación de la deuda externa que no puede hacerse a costa de generar más deudas sociales. Desde que el país volvió a tomar semejante nivel de deuda, condicionó su soberanía y está más expuesto a colonizaciones culturales. Muchas veces los organismos internacionales que prestan dinero “sugieren” políticas de control de crecimiento de la población. Esto apunta directamente a las villas y barrios donde en vez de reducir la desigualdad se reduciría así la cantidad de pobres.
Es en este contexto de pandemia y sus consecuencias todavía no del todo mensurables, en el que se vuelve a debatir el proyecto del aborto. Nuevamente se presenta, un proyecto muy similar al del 2018.
Ahora bien, cuando como equipo de curas de villas decimos no al racismo y al rechazo de los inmigrantes por el hecho de ser pobres; cuando decimos no al gatillo fácil; cuando pedimos condiciones dignas para los privados de libertad; cuando nos involucramos para que no haya “ni un pibe menos por la droga”; cuando acompañamos los reclamos de los trabajadores de la economía popular; cuando nos unimos a la lucha de los vecinos y vecinas por un pedazo de tierra para trabajar para construir un techo y así cuidar a su familia; cuando organizamos un club o levantamos una escuela para los chicos y chicas de los barrios, etc., ¿qué nos anima? Nos anima la profunda convicción de la dignidad de cada ser humano más allá de cualquier circunstancia. Eso mismo lo sostenemos también del niño o la niña por nacer, su dignidad inalienable desde su concepción. De hecho, la Convención sobre los Derechos del Niño entiende por niño “todo ser humano desde el momento de la concepción”.
Es que cuando se niega el derecho más elemental –el derecho a vivir– todos los derechos humanos quedan colgados de un hilo. Porque cualquier opción por la dignidad humana necesita fundamentos que no caigan bajo discusión, más allá de cualquier circunstancia. De otra manera esa opción se vuelve muy frágil. Porque si aparece alguna excusa para eliminar una vida humana, siempre aparecerán razones para excluir de este mundo a algunos seres humanos que molesten. Mandarán las circunstancias. La costumbre de establecer grados de distinto valor entre los seres humanos de acuerdo con sus características, capacidades o desarrollo, ya ha llevado a las peores aberraciones. Y lo que creíamos superado puede volver a aparecer bajo otras formas.
Cuando una mujer humilde de nuestros barrios va a hacerse la primera ecografía, no dice: “vengo a ver este montón de células” sino que dice: “vengo a ver cómo está mi hijo”. Podríamos preguntarnos, ¿qué solidez puede tener entonces la defensa de una vida humana? Si una ley puede definir en qué momento puede ser eliminada o no. En qué se apoyaría la ley para decir: no es legítimo quitarle la vida a un ser humano cuando tiene más de 14 semanas, pero que sí se lo puede “interrumpir” cuando tiene un día menos. Si una ley puede definir en qué momento una vida humana puede ser eliminada, entonces todo queda sometido a las necesidades circunstanciales, a las conveniencias de los que tengan más poder, o a las modas culturales del momento. ¿No resulta muy peligroso correr arbitrariamente el comienzo de la vida de un ser humano?
El punto central, lo que está en juego, es el valor de la vida humana. ¿Es posible que el deseo o la posible afectación a mi salud integral (física, psíquica o social) sea el criterio para decidir quién vive, quién tiene derecho a vivir, y quién no? Hay ejemplos a lo largo de la historia donde para poder eliminar seres humanos, a quienes se consideraba descartables desde el Poder, primero había que deshumanizarlos. Hay un discurso por momentos dominante que reitera la palabra “libertad” como un valor supremo. La pandemia nos mostró el orden verdadero. Primero la vida, luego la libertad. No hay libertad sin vida. La libertad no es un bien ilimitado, tiene el límite del otro. Y la genética muestra que el embrión tiene un ADN distinto del de su madre y se mantendrá al nacer y durante toda su vida.
Cuando se habla de las villas o barrios populares, muchas veces se desconoce la cultura de la mayoría de las mujeres pobres. Para ellas los hijos son el mayor o el único tesoro, y no son algo más entre muchas posibilidades que el mundo de hoy puede ofrecer. Eso explica que tantas mujeres pobres se desvivan trabajando mucho para poder criar a sus hijos. Si se quiere ayudar realmente, lo primero que hay que hacer en nuestros barrios es luchar contra la pobreza con firme determinación.
Se entienden los argumentos que tratan el aborto como un tema de salud, pero estos argumentos conciben a la salud desde un enfoque aislado, como si los seres humanos no fuéramos relación, vínculos, espíritu. Algo que sí nos recuerda la pandemia que estamos sufriendo. La salud no se puede alcanzar descartando a otro ser humano. Por eso, para las mujeres de los barrios más humildes, el aborto es vivido como un drama existencial, personal y comunitario. Aquí se sigue una intuición muy profunda: no es humano favorecer a un débil en contra de otro más débil aún.
Muchas veces miramos a los países poderosos y “desarrollados” de nuestro mundo. En muchos de ellos está legalizado el aborto. Y en muchos casos se descarta así a los niños que van a nacer con síndrome de Down. ¡Cuánto nos enseñan estos niños a los que tenemos atrofiada la capacidad de amar! La lógica de los poderosos, de los fuertes, que deciden sobre los que menos posibilidades tienen, es la lógica dominante en nuestro mundo de hoy. Y esto también, de alguna manera, se traslada al tema de la niña o niño por nacer.
Y a las mamás que sufren situaciones dramáticas hay que acompañarlas y poder ayudarlas con su embarazo, como hacen muchas vecinas que ayudan en situaciones difíciles, cuando no hay nadie más que ellas; o como esas comunidades que se organizan en nuestros barrios a través por ejemplo de los “Hogares del Abrazo Maternal”, y salen a las ranchadas a acompañar a los que están en la calle y se encuentran con chicas que están solas y embarazadas, les hacen un lugar y las siguen acompañando, cuidando de las dos vidas.
No organicemos un país en base al egoísmo disfrazado de libertad. Aunque no parezca la salida más pragmática, los argentinos podemos resolver los problemas sin arrancarle la vida a un inocente antes de que pueda defenderse. Podríamos hacer la diferencia. Como pueblo somos capaces de apuntar más alto y de sostener un profundo respeto por la dignidad de los más débiles.
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